Cuando los gatos son gatos suelen ser huraños, libres como lo son pocos animales, regresan a casa a alimentarse o a descansar de sus agitadas vidas de cazadores. Ronronean, se enroscan por ahí en cualquier rincón, se apoderan de la cama, el sofá, el comedor, el televisor y sobre todo el computador. Esperan su plato de comida a la misma hora, sus lamentos se escuchan a metros de distancia si quieren sus barrigas llenas de granitos así horas atrás se hayan echado al colmillo una que otra rata, pájaro, lagarto o cucaracha.
Entre los juegos del gato me he encontrado un par de veces con animales muertos, le gusta traer regalos a casa para que la vida sea más fácil. Maldición, uno en la cama, uno en la cocina, uno a la orilla del alma; que fatalidad. Siempre habrá una taza de café para acompañar sus muertos, para llenar de un aroma agradable el aire fétido que emanan los cuerpos cuando se están pudriendo. Bueno, y las almas... esas hieden peor que la carne.
Lo lamento, no creo en nada, "puede que me falte voluntad y que me sobre vicio".
Al parecer ese gato no es nada particular, se comporta como todos los gatos callejeros. Y es que tiene el alma vagabunda y la cabeza metida en un patio donde le cerraron la puerta. Cada quien se mata a su manera y la honestidad resultó, en su caso, un arma de cañón que traspasó todas las paredes de la casa. No me da lastima su situación.
Voy por el café, lo adorno con galletitas de chocolate, le recuerdo como todos los días mientras observo al gato sentado en el sofá, él con sus ojos grandes me muestra que siempre estamos aprendiendo y no somos de nadie, ni siquiera de quien nos alimenta. Estoy en ruinas, gato viejo, me gustan los restos que quedó de todo. Hay canciones que suenan al fondo y tienen su tono de voz. Esa voz que retumba entre sueños, esa voz de sus ojos color "coca-cola".
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